Aprender, eso que antes era básicamente humano

by Julen

En general, en psicología, siempre relacionamos la inteligencia con la capacidad de aprender. Ahora, cuando el adjetivo «artificial» es el que más escuchamos tras el sustantivo «inteligencia», el aprendizaje parece haber tomado un rumbo diferente. La tecnología siempre ha estado ahí, para ayudarnos a aprender. Sin ella no seríamos homo sapiens. Nuestra evolución como especie tiene básicamente que ver con la capacidad para desarrollar tecnología, entendida esta en su más amplio sentido.

Aprender siempre ha implicado pensar. Sapiens es nuestra seña de identidad. Pensar es un concepto muy complejo porque implica dimensiones diferentes: cognición, reflexión, imaginación…, pero también intención. Aprendemos porque queremos (o no). Explicito este «no querer pensar» porque no todo tiene que pasar por el tamiz del pensamiento. Perderíamos la cabeza si todo lo tuviéramos que pensar. En nuestra conducta hay espacio, por supuesto, para el automatismo, para eso que nos sale de dentro tras un intenso proceso de interiorización.

¿La inteligencia artificial «piensa»? De momento –porque en este ámbito las cosas van a velocidad ultrasónica– parece que, si es que lo hace, no lo hace como nosotras. Las personas pensamos como humanos; las máquinas lo hacen como máquinas. Richard Sennett decía en su libro Construir y habitar lo siguiente:

Un replicante es una máquina que imita funciones humanas, solo que opera mejor, como un púlsar cardíaco o los brazos mecánicos que se emplean en la industria automotriz.[…]
Un robot propiamente dicho no se basa en el cuerpo humano, sino que tiene una forma independiente fundada en otra lógica. Tomemos el coche sin conductor que estaba diseñando Bill Mitchell. El automóvil funcionará como un replicante si ofreciera un volante y frenos, aun cuando el conductor humano, es de esperar, no tuviera necesidad de utilizarlos […]. Pero si el coche sin conductor funcionara como un robot, sin volante ni frenos, la experiencia se asemejaría a la del viajero en un tren o en un avión -experiencia pasiva-, que deposita su confianza en las operaciones del aparato.[…]
Como la mayoría de los robots no se parecen a nosotros, no nos identificamos con sus actuaciones, mientras que los replicantes invitan a compararnos con ellos, siempre en nuestro detrimento.
Es preciso concebir las máquinas más como presencias extrañas que como amigas.

Sennett quiere mantener la distancia. Lo que acabo de copiar está escrito en 2018. Siete años después, la galopante presencia de la inteligencia artificial en nuestra sociedad obliga a estar alerta. Soy de los que creo que nos la estamos jugando y de qué manera. Porque la inteligencia artificial, sobre todo la de carácter generativo (IAg), está cada vez más presente en nuestra forma de pensar.

Pensamos con tecnología de por medio. Pero no es lo mismo un pensamiento con IAg que sin ella. El exocerebro cada vez parece disponer de más y más capacidad. Nosotras, las personas de a pie, ¿crecemos o nos venimos a menos cuanto mejor y más empleamos la IAg? La posible distinción entre «mejor» y «más» puede convertirse en una auténtica trampa. Las herramientas de IAg crecen como champiñones. Más está a la orden del día. ¿Mejor también? ¿Es momento de ejercer la asertividad –decir que no– a ciertos usos?

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay.

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