Los huevos de dos yemas

by Julen

Cuando era niño, uno de los alimentos básicos en casa eran los huevos. Teníamos unas cuantas gallinas, unas quince o veinte. Bueno, y algún gallo. De esos con los que había que andarse con cuidado, porque a veces se te tiraban. Las gallinas tenían su cuadra, independiente de la de las vacas. En ella compartían espacio con los conejos y las palomas. Por diferentes lugares de la cuadra quedaban repartidos los lugares en donde las gallinas debían poner los huevos.

Por supuesto, el trabajo de recoger los huevos era muy sencillo y de vez en cuando nos tocaba a mi hermana y a mí bajar a recogerlos. Aquellos huevos, curiosamente, no seguían todos el mismo patrón. Me refiero, por ejemplo, a su tamaño, al color de la cáscara o la dureza de esta. Nunca supe muy bien el porqué de aquella variedad. A fin de cuentas, las gallinas vivían todas juntas y no creo que hubiera mucha diferencia en sus costumbres o en su dieta. Misterio.

De vez en cuando aparecía algún huevo de dos yemas. La forma más sencilla de saberlo era, claro está, por su tamaño. En el caso de que que mi abuelo previera que venía con dos yemas, casi siempre pasaba a una categoría especial: sería un huevo destinado a los nietos. Supongo que la magia de cascarlo y que apareciera aquella anomalía nos debía de dejar con la sorpresa en el rostro y con un particular regocijo infantil.

Sí, los huevos de dos yemas, excepcionales en la producción de las gallinas, eran cosa de niños. En torno a ellos se generaba, por decirlo de alguna manera, cierta liturgia. Primero tenía que ver con reconocer la posibilidad. Creada la expectativa, el momento en que se cascaba y salíamos de dudas representaba todo un suceso en nuestra vida infantil. Mi abuelo casi nunca fallaba en sus predicciones: si decía que allí había dos yemas…

Imagen de Couleur en Pixabay.

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