13 momentos mágicos de #NoruegaEnBici

by Julen

En un viaje en bici hay momentos concretos en los que sucede algo especial. A veces entra dentro de la lógica; otras, en cambio, llega «porque sí». Echo la vista atrás y me encuentro con estos trece momentos mágicos en los veinte días de ruta por Noruega. Podrían ser más, podrían ser menos. Pero los trece que reseño bien se merecen esa condición de momentos mágicos.

1. El café en Krossbu

En su momento pensé alojarme en Krossbu. Finalmente no lo hice, pero estaba convencido de que debía pasar un rato allí, a 1.267 metros de altitud. Solo tomé un café. Fue una media hora larga la que pasé y en la que sentí algo muy parecido a la felicidad. Quizá porque el frío, sin ser intenso, lo pedía. Pedía abrigo y una bebida caliente. Quizá por la sonrisa de la chica que me atendió: toma el café que quieras. Repetí, por supuesto. Y dejé pasar un buen pedazo de tiempo. Entró y salió gente del hotel. Los vi porque la zona para tomar algo quedaba justo al lado de la recepción. A los pies de un banco se dejaban las botas. Al otro lado de la ventana los montes inmensos. Dentro, el lugar para entender qué es un refugio. En lo físico y en lo espiritual. Krossbu fue mágico.

Quedaba poco para hacer cima en la subida que venía de Lom. Eran muchos kilómetros. El valle iba quedando atrás en sucesivos escalones. Antes de llegar a Krossbu me sobrevino un primer momento de paz junto al lago Bøvertunvatnet. Allí, en Bøvertun, arrancaba un tramo de subida exigente. Al terminar ese repecho lo vi. Vi Krossbu. Intuí desde el principio que iba a adentrarme en un refugio. En muchos sentidos.

2. La lluvia queda atrás en Gamle Strynefjellsvegen

He intentado andar al tanto de las previsiones meteorológicas. El primer día que iba a abordar una etapa de montaña la lluvia comenzaría pronto. Como no me cuesta madrugar, no eran aún las seis y media de la mañana cuando estaba ya sobre la bici. El primer tramo de la subida de Gamle Strynefjellsvege termina en el hotel Videseter. Luego comienza la parte de montaña propiamente dicha. Este primer escalón de la subida permite echar la mirada atrás y captar la belleza del valle por el que se sube.

Comenzaron a caer algunas gotas. No me libré de mojarme algo. Sin embargo, donde la lluvia se veía caer con fuerza era por detrás, abajo en Hjelle, el lugar del que había partido. Me salieron al encuentro unas ovejas, con las que estuve charlando un rato. Estábamos de acuerdo en que nos habíamos librado de una buena. Eso creí entender que decían, porque, claro, ellas hablaban en noruego.

3. El cuento de hadas en Rødven

Los días grises y con lluvia ocuparon buena parte de la primera mitad de la ruta. En ese contexto ciertas iglesias medievales de madera parecen empeñarse en lucir todavía con más sentimiento. Fue el caso de la de Rødven. Llegué algo antes de las diez y media. Aún estaba cerrada, pero decidí esperar hasta las once, la hora en que la abrían.

Fue la primera vez que entraba en una de estas iglesias. Frente a la habitual grandiosidad de la piedra, la madera y las pequeñas dimensiones del edificio me transportaron a otra dimensión. Una dimensión encantadora. Magia por fuera y por dentro.

4. Marcha atrás en el ferry Ornes-Solvorn

Incapaz de llevar a cabo el registro en la web de los ferries, mis tres primeras travesías en barco me habían salido gratis. Fueron tres barcos idénticos para llevar a cabo unos pequeños viajes en los que la inmensa mayoría del pasaje iba en coche, furgoneta, autocaravana o camión. Yo, el único en bici. Ese estándar desapareció cuando llegué al que unía Ornes con Solvorn.

Según lo veía venir, en su primer viaje desde Solvorn, ya me di cuenta de que aquel barco era más bien una barcaza entrada en años. Los coches entraban marcha atrás y un humano cobraba el precio del pasaje: 4,50 euros. Nos reímos un rato juntos porque negociamos que yo también metería la bici hacia atrás y que, además, debía gritar bien fuerte un piiiii piiiii a modo de claxon. Una tontería. Muy humana.

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5. La cabaña junto al lago Ångelsvatnet

La pista que salva el paso Flofjellet viniendo desde Hellesylt pasa junto a tres lagos. El último, antes de hacer cumbre, es el Ångelsvatnet. Es un tramo en que la pista ha dado paso a un sendero que va ascendiendo poco a poco por su izquierda.

En un momento dado una cabaña allá abajo parece presidir la escena. No hay ningún otro edificio. La cabaña posee, en cierto modo, el lago. Parece que fuera suyo. Es una cabaña no a los pies de un lago, sino que es un lago a los pies de una cabaña. Un lago sometido.

6. La suerte de ver la stavkirke de Rollag

Las stavkirke viven de diferentes formas y ello depende, sobre todo, del humano que las mira. La de Rollag, en el valle de Numedal, tocaba verla a primera hora de la mañana. Llegué y enseguida me di cuenta, de nuevo, de que aquella iglesia tenía algo especial. Sí, para alguien que no es creyente, como es mi caso. Me di una vuelta a su alrededor en busca de la mejor luz para la foto. Ya está.

Voy a abandonar el lugar cuando veo a un chico que acaba de llegar. Me pregunta si quiero ver la iglesia por dentro. Ese es el momento mágico. Diferente del de Rødven, porque allí ya sabía que podría verla… pagando. Quizá eso era lo de menos. Ver por dentro la de Rollag fue diferente. Por inesperado, por humilde, por el momento del día.

Stavkirke de Rollag

7. El viejo barco de Kaupanger a Gudvangen

Kaupanger era mi puerta de entrada a los fiordos turísticos. Pensaba, por eso, encontrar más gente en el muelle. Íba a embarcar en un pequeño crucero desde allí hasta Gudvangen. Palabras mayores si hablamos de fiordos en Noruega. Entre otras cosas, el barco navegaría por el Nærøyfjord, uno de los dos ramales que están reconocidos como Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO. Pues bien, éramos pocos quienes esperábamos en el muelle porque se trataba de un viejo barco con una limitada capacidad de carga. Tenía su encanto. Sería pariente, no cabe duda, del que une Ornes y Solvorn.

Fue, como todos los demás viajes en barco que he realizado en Noruega, una travesía tranquila. El barco surcaba unas aguas inmensamente quietas. Suave suave. El ronroneo del motor apenas se escuchaba. Ni pasaron a comprobar mi billete. Fue algo diferente al turismo de masas. Cómo lo agradecí. Una experiencia para recordar en mitad de la turistada.

8. El descanso obligado: el tren de Ringebu a Trondheim

Soy consciente de que mi físico me condiciona. El traumatólogo me lo dijo hace unos años: deja de andar en bici… como lo haces. Ni caso. Las rutas de varias semanas son parte de lo que me hace sentirme bien conmigo mismo. Dicho esto, en la tercera etapa tuve que dejar de pedalear. Necesitaba descansar la rodilla. El poplíteo se había rebelado. Todo era incertidumbre de cara a las siguientes jornadas.

Tuve que tomar un tren y saltarme dos etapas, lo que supuso alargar mi estancia en Trondheim hasta las cuatro noches. Aquel tren fue divertido. En el vagón Familie la bici viajaba con los carritos de bebé. Y en aquel vagón pasé tres horas entre criaturas más o menos desbocadas. Un imprevisto entercenedor. Mejor verlo así mientras el tren devoraba los kilómetros que yo era incapaz de pedalear.

9. El momento de paz junto a la costa por la Fv242

Sí o sí, Julen, tienes que pedalear el famoso tramo de la Eurovelo 1, la Atlantic Ocean Road, que transita por entre pequeñas islas a través de puentes que se elevan sobre el mar. Salí de Kristiansund en autobús y con lluvia para llegar a la isla de Averøy. Ese mal tiempo hizo que alargara ese viaje hasta Kårvåg. Allí me tomé un café, en el bar de una estación de servicio que es la última parada del autobús. Fuera seguía lloviendo. Me costó, pero por fin dejé atrás la pereza y comencé a pedalear por la Atlantic Ocean Road. Un tramo bonito, con la amenaza, eso sí, de los coches, camiones y demás vehículos. Arcén inexistente y tráfico considerable. Menos mal que era pronto y aún no había llegado la marabunta.

Lo bueno vino después. Una carretera secundaria. La lluvia remite en un día que continúa gris plomizo. Me encantan estas jornadas. De nuevo me reconcilio con mi paz interior. Todo en calma, el mar esparcido entre islas. Y yo allí, un pequeño humano moviéndose despacio a su lado. Claro que sí, un momento mágico.

10. Las pinturas de Stordal

Siempre me documento bien en este tipo de rutas. La iglesia vieja de Stordal estaba marcada como lugar a visitar. Es la Rosekyrkja, especial porque en su interior se aplica el rosemaling, un estilo decorativo de pintura que inunda cualquier espacio disponible puertas adentro. Mires donde mires, hay decoración. Nada escapa al afán de adornar la madera.

Una chica joven se encarga de las entradas. Se le ha estropeado el datáfono y me mira con cara de este seguro que no tiene cash. Pues sí que tiene. Es ella la que tiene que conseguir monedas para darme las vueltas. Mis primeras monedas en once días en Noruega. Charlamos. Parece que solo hay otras dos iglesias con semejante delirio pictórico. Menos mal. Me dejo atrapar por la lujuria cromática.

Interior estilo rosemaling en la Iglesia vieja de Stordal

11. El espejo mágico del lago Oppstrynsvatnet

La quietud de las aguas hace posible que fiordos y lagos actúen como auténticos espejos. Según la luz del momento, la retina se sorprende más o menos. El viaje me ha proporcionado muchos momentos para fotografiar este efecto espejo. Quizá el del lago Oppstrynsvatnet fue uno de los más impactantes. Es solo un ejemplo. Como digo, la oferta es continua.

Me encontré con este lago tras el paso de montaña de Flofjellet y tenía que pedalear a su lado bastantes kilómetros, primero en dirección oeste y luego en sentido contrario. De esta forma pude apreciar diferentes niveles del efecto espejo. La fotografía adjunta muestra el que se ganó la condición de momento mágico.

12. Extraños asesinatos en Finse 1222

Era otro de esos lugares por donde mi ruta debía pasar. No solo porque fuera un referente en la Rallarvegen, sino porque allí fue donde Anne Holt en su novela 1222 dejó atrapado un tren en una de las habituales tormentas de nieve invernales a fin de dar paso a algún que otro asesinato. El reto de descubrir quién los estaba cometiendo le correspondía a su investigadora favorita, Hanne Wilhelmsen, ya retirada de la policía y en silla de ruedas. El hotel Finse 1222 era el lugar ideal para otro café, como sucedió en Krossbu.

Pasé otro buen rato allí. Tenía miedo de que estuviera muy concurrido, pero fue todo lo contrario. Apenas había gente. Me di una pequeña vuelta por sus instalaciones y busqué lugares donde la ficción de los asesinatos pudo haber tenido lugar. Curiosamente fui incapaz. Claro que no soy Anne Holt ni su personaje Hanne Wilhelmsen. Yo solo estaba disfrutando de un momento mágico de mi ruta en bici por Noruega.

Hotel Finse 1222

13. No hay fotos de Stegastein

Parece que un viaje sin fotografías corre el riesgo, hoy en día, de casi dejar de serlo. Yo mismo sufro esa obligación. Sobre todo, ante lugares emblemáticos. Steganstein lo es. Un mirador entre los miradores a los fiordos. Así pues, hay que fotografiar. Hay que mostrar la evidencia. Hay que.

A media subida caes en la cuenta de que te has dejado el móvil abajo, en el lugar donde te hospedas esa noche. No habrá fotos. Nadie verá tu bici al borde de un mirador de infarto. ¿Te obligas a describirlo? Podrías. En realidad, lo que sobran son imágenes. Por tanto, añado un párrafo.

Abajo, el fiordo. El mirador termina transparente ante el precipicio. Como si fuera el agua de una cascada. La curvatura final es lógica. Madera a los lados. Unos cuantos pasos hasta el borde. Podrías pensar que eres agua, que te vas a precipitar, que eres tú, también, parte de la naturaleza. Caminas hasta el final y te vuelves. Has hollado el Stegasteim. Pero no hay foto, solo relato.


Hasta aquí esta pequeña colección de momentos especiales en mi viaje por Noruega. Cuando publique el artículo final de balance de la ruta, seguro que me vienen otros. Mientras el viaje continúe en el recuerdo, siempre queda la puerta abierta a nuevos detalles.

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