La forma y la mano acaban por maridar a la perfección. Años de moldear han provocado que ya no sepamos si es la mano quien da forma o quien la recibe. Los dedos se ciñen a la idea de que de así, de que allí surgirá una obra. El torno insiste y hace su trabajo anclado en la rutina. Una nueva pasada y la forma gana en sentido. Las manos acarician el barro, que se deja hacer, sumiso y orgulloso.
Las manos tienen ya muchos años. Más años que su dueño. Han vivido lo que pocas pueden presumir. Han aprendido de la paciencia y de la vida. Pero ahora han comenzado a replegarse en sus arrugas y empiezan a retroceder. Saben cuál es su destino y aunque hubo un momento en que renegaron de él, hoy es el día en que lo han aceptado. Allá a lo lejos se ve el final y con una calma extraña y difícil de entender si no tienes su edad, caminan tranquilas a su encuentro.
Las arrugas invitan a ralentizar el tiempo. Los minutos se alargan añadiendo aquí y allí un momento para dejar que los pensamientos vaguen por el pasado y se posen en lo que caprichosamente deseen. Entonces el tiempo activa la cámara lenta. Deja que las manos recuerden otras formas y que escuchen voces de quienes ya no están. Amigas y amigos que llegaron al final. Plenos en su rugosidad, plenos de arrugas.
El torno sigue girando. Moldea las manos del artesano, que reciben la forma y la hacen suya en las arrugas. La piel se retuerce cauta y sabia. Elude la simplicidad tersa y se deja querer por miles y miles de historias. Cada una viaja por el silencio y se queda a vivir en una arruga. Y cada arruga es como un cuento. Un cuento en el que lo que fue importa más que lo que será. La arruga poco a poco se irá apagando. Las manos aceptan su final. No hace falta que digan adiós porque todo en ellas lo es. El final.